Llegó el día de despedirse de Bélgica y volver a la rutinaria realidad. Un cariñoso hasta pronto a Gante, y en tren rumbo a Bruselas. Pero ya que nuestro vuelo salía por la tarde, aún nos quedaban unas cuatro horas para llevarnos unas pinceladas de la capital en nuestra memoria.
Como ya ocurrió con el resto de ciudades, con sólo llegar Bruselas me sorprendió. Tenía en el imaginario una urbe llana, gris y triste «gracias» a algunos comentarios negativos que había recibido. Sin embargo, mi mente estaba abierta a sorprenderse. Y se sorprendió.
Os sugiero que, si tenéis tan poco tiempo como yo, hagáis un pequeño recorrido circular por el centro histórico, sacrificando la impresionante arquitectura modernista de Victor Horta, el barrio europeo, el Atomium o museos tan interesantes como el de Magritte o el recién inaugurado MiMA, e, incluso, la ruta del cómic. Todo eso queda en el checklist para una próxima visita a fondo.
Comenzamos el recorrido en la Estación de Bruselas Central donde hay consignas para dejar nuestro equipaje. A poca distancia nos espera la Catedral de San Miguel y Santa Gúdula, elevada sobre una escalinata y aparentemente aislada de otros monumentos. Se trata de un templo gótico que, comparado con otras catedrales europeas del mismo estilo, no destaca demasiado. No obstante, es importante detenerse a analizar las coloridas vidrieras y sus esculturas.
Caminando en dirección a la Grand Place pronto te topas con las acristaladas Galerías Reales que esconden deliciosas tiendas de chocolate y tiendas de lujo. Si como yo entras por la parte sur, por la Rue de la Montagne, te recomiendo que las cruces hasta la Rue des Bouchers, la cual debes tomar hacia la izquierda. Cerca, en un pequeño callejón a la derecha, está la desvergonzada Jenneken Pis, una fuente de una niña orinando, la versión femenina del más reconocido Manneken Pis, que seguro te sacará una sonrisa.
Puedes seguir callejeando y descubriendo rincones como el Palacio de la Bolsa hasta llegar al corazón de la ciudad, uno de sus símbolos: la Grand Place. Esta «gran» plaza rectangular, fue declarada Patrimonio de la Humanidad en 1998 y en la que cada dos años en agosto se dispone una asombrosa alfombra de flores. Está rodeada de edificios monumentales, cada uno de los cuales era una casa dedicada a un gremio distinto y en las que hoy se ubican bares, restaurantes y museos (como el de la cerveza). En una de ellas vivió temporalmente Victor Hugo. Cada lado de la plaza tiene su atractivo. Pero son dos los edificios que más resaltan entre todas las casas. En el lado sur, el edificio gótico del ayuntamiento (Hôtel de Ville) con una muy decorada fachada y, sobre todo, un imponente campanario que domina todo el centro histórico. Frente al ayuntamiento, la no menos bella Maison du Roi hoy alberga el interesante Museo de la Ciudad y la colección de trajes que el Manneken Pis ha vestido a lo largo de estos años.
Entre la plaza y el museo yo gasté gran parte de mi tiempo en Bruselas. Por eso sólo me quedaba encontrar al descarado niño meón del que todos hablan. Allí, en una esquina de las Rue de l’Etuve y la Rue du Chêne, se exhibe frente a un montón de turistas que le hacen fotos.

Haber visitado estos puntos esenciales te da una atractiva perspectiva de Bruselas pero te deja con ganas de mucho más. Ahora ya me esperaba un vuelo de regreso desde Zaventem, al que llegar en poco tiempo en tren desde Bruselas Central. Sólo queda despedirse y decirle hasta pronto desde el aire a una región fantástica que me sorprendió muy gratamente y a la que ya estoy deseando volver: Flandes.